Las malas hierbas no existen, solo han crecido en el lugar equivocado y en un momento inadecuado. Las plantas que constituyen esa flora espontánea son supervivientes que garantizan que haya polen ininterrumpidamente, apoyando el ciclo de los ecosistemas. Proporcionan alimento y refugio a insectos y polinizadores. Evitan la erosión ya que un suelo desnudo se compacta, el agua no filtra y los nutrientes no penetran.
Esas a las que llamamos malas hierbas que surgen espontáneamente en pastizales, suelos pedregosos, cunetas, descampados, en las grietas del asfalto, en las juntas de los adoquines o desfiguran un esmerado jardín, son de todo menos malas. Aparentemente insignificantes, son estas plantas imprevistas e imprevisibles las que hacen posible, en gran medida, la existencia del reino vegetal. La biodiversidad no florece en parterres geométricos de grandiosos parques, ni en pulcros cultivos, sino en el territorio residual e indómito que deja la mano del hombre en estado silvestre. Según Del Arco “La flora que coloniza los espacios abandonados en España reúne más especies que todas las catalogadas en la Bretaña francesa”
Rachel Carson, en “Primavera silenciosa” 1962 escribía “Nuestra actitud para con las plantas es muy estrecha de miras, si vemos utilidad en ellas las cuidamos, pero si estimamos indeseable su presencia las condenamos a la destrucción. Muchas son exterminadas porque según nuestra visión miope están en el lugar equivocado y en el momento inadecuado”. Discurso que, a día de hoy, sigue vigente.
El diente de león (Taraxacum officinale), la acedera (Oxalis corniculata), el geranio silvestre (Geranium molle), la malva (Malva sylvestris), la cimbalaria (Cymbalaria muralis), el cardo borriquero (Onopordum acanthium), la correhuela (Convolvulus arvensis) o la zanahoria silvestre (Daucus carota) son consideradas malas hierbas.
En pleno verano a más de 30 grados de temperatura, en las grietas de las ciudades es posible ver verrucarias (Heliotropium europaeum) y pimpinelas (Anagallis arvensis) en floración. Otras especies son capaces de sobrevivir a los días más fríos del invierno. Soportan condiciones de maltrato: altas concentraciones de nitrógeno, pisoteos, suelos paupérrimos… y aun así salen adelante.
Promover cierto asilvestramiento de los espacios verdes de nuestras urbes permitiría que anidasen mariquitas, avispas, mariposas y pájaros que mantendrían a raya las plagas, evitando así que se tengan que aplicar pesticidas y herbicidas, ya que el daño alcanza sus cotas máximas cuando estas plantas son eliminadas con herbicidas, que se filtran contaminando de este modo los acuíferos.
Las ciudades deben jugar un papel esencial como motores del cambio hacia un planeta más sostenible. Una buena estrategia sería sustituir el césped por praderas floridas o alcorques vivos, en los que se deja crecer vegetación espontánea. Así se simplifica el mantenimiento y se potencia la biodiversidad.